Mi primera adolescencia consistió en imitar a Madonna. La vi por primera vez la primera tarde del primer día del primer curso de instituto. El nuevo horario obligó a mi madre a darme las llaves de casa y por primera vez iba a comer sola con la pantalla del televisor y con varias horas por delante. Calenté un plato de macarrones en el microondas y encendí la pantalla que habitualmente estaba reservada para los dibujos animados de mis hermanos, que durante años habían monopolizado los canales, obligándome a retirarme a mi cuarto la tarde entera para leer o hacer deberes.

Excitada ante tanta novedad, rebusqué y descubrí un canal de videoclips que no había visto nunca antes. Y ahí estaba ella. Me fascinó su desparpajo y me hice devota de sus maquillajes y vestuarios imposibles, a diario espié cada gesto de esa mujer menuda y rubia que bailaba como nadie, que se cambiaba de peinado de un día para otro, que se atrevía a todo.
No entendía una palabra de lo que cantaba porque aún no había aprendido suficiente inglés, pero la tarareaba voz en grito con la sensación de estar conjurando mi infancia para convertirla en algo nuevo que me producía un enorme placer. Me sedujo y empecé a imitarla por dentro, pues por fuera no me atrevía aún, y gracias a ella mi timidez empezó a asentarse para convertirse en otra cosa, turbia y entonces aún sin nombre para mí. Por eso otra tarde me calcé el maillot de gimnasia deportiva, de licra rosa chicle, y le robé los zapatos de tacón a mi madre.

Me iban grandes, pero agujereé la cinta del tobillo para apretarla lo suficiente como para que no se me cayeran y empecé a bailar como una posesa, a sentir la energía sexual que emanaba de la pantalla y caía sobre mí a borbotones como si estuviera regando a la mujer que había escondida dentro de mi cuerpo aún plano, sin curvas, infantil. A los pocos días ya había germinado en mí y me contoneaba como ella durante esas furtivas horas a solas de la tarde, imitaba incansable sus coreografías y poses más provocativas frente a mi reflejo de la puerta del salón, me entregaba a una libidinosa danza que me excitaba cada poro y que me hacía temblar las rodillas de emoción cuando las recordaba el resto del día, sin que nadie pudiera sospechar la causa de mi sonrisa interior. También escribí mis primeros poemas y leí libros para adultos, animada por esa savia nueva rosa chicle que me corría por las venas.

Fue mi secreto. Si me paro a pensar, tengo aún presentes los latidos del corazón en la garganta de cuando perdí la inocencia así y comprendí la magia de ser lo que quisiera y no lo que se esperaba de mí, bailando con los tacones y mi maillot sobre el sofá y sobre la mesa de centro, sudada hasta la extenuación aunque fuera pleno invierno, grité palabras en inglés con una mueca sucia y con los ojos en blanco. Ya no me importaba nada más de la jornada y cada vez me costaba menos seguir siendo la niña buena y estudiosa frente a un mundo tan ignorante de mi clandestino desparpajo, precisamente porque ya no era tímida por dentro, ahí yo era ya Madonna y me reía íntimamente de las normas y los límites y la seriedad de los adultos. Me costaba menos que nunca ser buena porque ya no lo era.

Hasta el punto de que cuando un día mi madre se presentó por la noche en mi cuarto y me preguntó que qué había estado haciendo con sus zapatos y sus productos de maquillaje, muy seria, ya no me asustó como me había asustado hasta entonces cuando me reñía y fui capaz de sonreír como Madonna, entrecerrando los párpados, para mentirle. Descaradamente, como no había mentido nunca antes.

Encontrarás estas fotos, y muchas más, aquí: galería de fotos del pasado de Roser Amills

Publicado en la revista Canibaal en noviembre de 2013 | El año que perdí la inocencia, por Roser Amills

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