El gnosticismo fue una doctrina tremendamente incómoda para el cristianismo temprano porque, en primer lugar, poseía una soporte filosófico superior y, en segundo lugar, sus hipótesis metafísicas daban lugar a normas morales contradictorias. Así, unos gnósticos, convencidos de que el mal reside en el principio material, consideraban que la salvación requería de la renuncia a todos los placeres carnales y la prohibición de la reproducción, mientras que otros, seguros de que la salvación dependía exclusivamente de la posesión del conocimiento (Gnosis), no admitían ningún tipo de prohibición moral. Este es el caso del conocido valentiniano Marcos el Mago. De él cuenta Ireneo de Lyon, quien declara herejía al gnosticismo en 180 d. C., que aprovechaba sus conocimientos para seducir a mujeres ricas y hermosas, que las enseñaba a profetizar, que utilizaba filtros y afrodisiacos para tentar a las muchachas, que no temía a la condenación y obraba libremente pues estaba entre los “perfectos” y, por tanto, ya salvado. Esta idea, común entre los gnósticos, recibe la denominación de antinomianismo. Es decir, rechazo de la ley moral y libertad para pecar confiando en que la Gracia divina y el conocimiento (Gnosis) son suficientes para la salvación.

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