Diana (Artemisa para los griegos) era una de las doce grandes deidades del Olimpo y desde joven le había pedido a su padre dos cosas: conservar la virginidad toda la vida, lo que le fue concedido, y ser la mejor cazadora.

Pero su padre le dijo que ese título se lo tenía que disputar con Acteón, considerado como uno de los mejores.

Un día que Diana se estaba bañando, rodeada por sus ninfas, apareció Acteón y la vio desnuda.

Este pasaje lo describe magistralmente Ovidio en La metamorfosis: “Diana enrojeció por haber sido sorprendida desnuda. Y, aunque sus acompañantes la rodearon, ella volteó la cara.

“Si hubiera tenido sus flechas a mano… Tomó lo que había: agua y la arrojó a la cara del joven, regando sobre sus cabellos esa ola vengativa, mientras agregaba las palabras que le anunciaban su cercana pérdida: Ve ahora a contar que me has visto sin velos, si es que puedes. Te lo permito.”

Con esta maldición, a Acteón le salieron cuernos de ciervo en la frente. Sus perros empezaron a perseguirlo y trató de gritarles, pero el sonido no le salía de la garganta. Él quisiera decirles: “Soy Acteón; reconoced a vuestro amo.” Pero no podía.

Acteón corría como ciervo, pensando como hombre. “No puedo regresar a mi castillo en este estado,” pensaba “y me da miedo esconderme en el bosque.”

Finalmente, sus perros lo alcanzaron y lo mataron. Cuando llegaron sus amigos, dijeron al ver el hermoso animal: “Lástima que Acteón no esté aquí para admirar el bello animal que sus perros cazaron.”

Muerto Acteón, sus perros se mostraron crecientemente inquietos y, para calmarlos, el centauro Quirón hizo una estatua en la que parecía que estuviera vivo.

Sólo así sus perros se apaciguaron.

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