Célebre por sus peculiares apetencias eróticas, ¿por qué empezó a interesarle todo esto? Lo podemos averiguar gracias a sus memorias, en “La Venus de las pieles”: su primer recuerdo es de cuando, siendo todavía niño, de visita en casa de sus primos un domingo por la tarde, observó la llegada de su tía —la condesa— y quedó deslumbrado: “Estábamos solos con la nodriza. De pronto entró la condesa, altiva y soberbia, envuelta en su abrigo de cibelina. Nos saludó y me besó, acto que siempre me transportaba al cielo. Después me gritó: “Ven Leopold, ayúdame a quitarme el abrigo”. No me lo hice repetir. La seguí hasta el dormitorio. Le quité el pesado abrigo, que apenas podía sostener, y la ayudé a ponerse la magnífica chaqueta de terciopelo verde bordeada de petit-gris que usaba en casa. Después, me arrodillé ante ella para ponerle las pantuflas bordadas en oro. Al sentir sus piececitos agitarse entre mis manos, perdí la noción de las cosas y apoyé sobre ella mis labios ardientes. Al principio, mi tía me miró con asombro; luego se echó a reír, al mismo tiempo que me daba un suave puntapié”. El niño adolescente había perdido la cabeza, sí, y lejos de mostrarse afectado o herido, sufrió un éxtasis súbito. “La sensación de la mujer se despertó en mí por vez primera, y desde entonces mi tía me pareció la mujer más atractiva de la tierra”.

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