Autobiografías: de la memoria selectiva y mi cicatriz bajo la ceja izquierda

Estoy en casa estos días y me fastidia, pues lo de estar obligatoriamente sin trabajar es un rollo. Así que para vencer al aburrimiento me dedico a pensar y pensar en eso de “de todo un poco”. Por ejemplo, en que tengo dos cicatrices, una en cada ceja. La de la derecha es aburrida ella también, pero os lo cuento en plan resumen: me operaron a los diez años de un supuesto tumor que resultó ser una bolita de grasa sin mayor importancia. Pero para entonces ya me habían raspado el hueso y no sé qué más labores médicas y regresé al colegio con una ceja afeitada.

Aquello terminó gustándome, pues me convirtió definitivamente en la primera punk del pueblo: Algaida, 2.000 habitantes, una única y entrañable cabina telefónica en la plaza mayor.

Pero quería hablaros de la segunda cicatriz, la de la ceja izquierda. Tenía un año más, creo recordar (de recuerdos va precisamente el tema) y estaba disfrutando de un exultante día de playa con una docena de primos y primas y mis hermanos y otros niños que se apuntaron y el sol que corta la digestión y las olas y los castillos de arena con algas secas en el jardín. Supongo que os hacéis una idea.

Las niñas se habían ido a un rincón a enterrarse unas a otras en la arena y los niños no se sabía qué tramaban pero iban todos juntos por la orilla. Y yo que tuve la idea luminosa de irme a pescar pescadillas de esas que te pasan por entre las piernas pero no se ven de tan transparentes (la playa era de esas de postal, es lo que tiene Mallorca, si escarbabas o mirabas el agua fijamente durante un rato siempre encontrabas algo vivo cerca) y lo quise hacer buceando. Siempre buceaba porque lo de nadar no se me dio nunca muy bien así que inventé todo tipo de juegos, en aquella época, buceando. Bien, pues bucea que bucea, me di por vencida: los pececitos eran siempre más rápidos que mis manos, arrugadas de tanto estar en remojo.

Y dispuesta a regresar a lo de rebozarse en arena, me doy la vuelta y zas!

Algo me golpeó tan fuerte que me volvió a sumergir en el agua. Y el agua era toda de color rosa y me picaban mucho los ojos. Tragué agua y más agua y volví a salir, pero en volandas. Un socorrista me llevaba cual princesa de regreso al calorcito de las toallas. Y es que recuerdo que tenía un frío de invierno en Siberia, y abrí los ojos. No veía bien, pero intuía que esas sombras rechonchas eran las cabezas de niños y adultos que no querían perderse la noticia del día. Me enrollaron una toalla a la cabeza y, siempre en brazos del socorrista, me llevaron a un lugar llamado “urgencias” pero que parecía el chiringuito de los helados y me pusieron unos cuantos puntos, me limpiaron un poco las crostritas de sangre de la frnte y a casa, que ya se acabó el día de playa.

Y además de todo eso siempre he recordado que luego riñeron a mi primo, el mayor, por haberme tirado esa piedra tan redonda y pulidita que volaba tan elegante dando saltitos sobre el agua. Pero hete aquí que resulta que hace unos meses, recordando peripecias, mi hermano me confiesa que el de la piedra fue él (que entonces tendría menos de ocho años). Y ahora no sé si riñeron injustamente a mi primo o yo tengo este recuerdo hecho un lío. Y si este recuerdo no es correcto… ¿por qué tendrían que serlo todos los demás?

Pues eso, que ahora, además de la cicatriz esta que os contaba, tengo una duda de lo más existencial. Y eso, aun hoy y encima entrando en un año bisiesto cuyos dígitos suman diez, viste que no veas!

Encontrarás estas fotos, y muchas más, aquí: galería de fotos del pasado de Roser Amills

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