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Cristóbal Serra, erudito ermitaño de Palma
Roser Amils, 6 de septiembre 2012

Iba a cumplir 90 años uno de los autores más originales de la segunda mitad del siglo XX. Doy fe de que sabía sonreír.
Me abrió en varias ocasiones, en Palma, su oasis de libros, cuadros, cortinas alegres. Fue estimulante encontrar un autor de su talla tan discreto y humilde, enaltecido por Juan Perucho, Pere Gimferrer, Antonio Beneyto, Carlos Edmundo de Ory, Antoni Serra y otros iniciados, el “ermitaño de Palma”, sobrenombre aportado por Octavio Paz:“Habita el secreto con la misma naturalidad que otros nadan en el ruido. No es ni dragón, ni caballero andante, ni filósofo gimnosofista ni hechicero. Sabe sonreír y esa sonrisa lo aparta de los hombres modernos”.
Qué privilegio charlar con este autor tan poco dado a la vida social. Su nombre ahora va de boca a oreja por el mundo entero y su obra será por fin reconocida como merece. Él le daba la vuelta, “por algo será que han interesado mis escritos a algunos”, mientras encendía una lámpara, “como buen mallorquín, en verano, tengo durante el día todas las persianas bajadas”.
Tuvo que complacer a la familia, “soy radicalmente pacifista”, y terminó en el Madrid de la postguerra licenciado en derecho: no le dejaban asistir a clase por no sabe qué cuestiones políticas, el profesor decidió atenderle en casa y aprobó, pues “la vida a veces es así de chistosa”. Tras varios trabajos (en hostelería, traduciendo cartas comerciales…) se licenció de nuevo, Filosofía y Letras, participó en tertulias y conoció a Gertrude Stein y el taoísmo. Preguntó mi fecha de nacimiento y proseguimos, los libros enfrente alineados sobre su secreter, me los acercaba de uno en uno y desovillaba misterios. Tenía la luna, Venus y la luna en su carta astral, de ahí su carácter acuático. Y también Saturno, “que me dio la melancolía”.
Observé sus correcciones, a lápiz y al margen –Antoni Serra me contaría ese mismo día que pecaba, quizás, de un exceso de perfeccionismo- y me confesó que no escribía, que ya había escrito mucho y se estaba tomando un descanso. Comentamos la tormenta digital y la crisis. Bajó la cabeza, con media sonrisa, “las crisis y las guerras no son más que ciclos”. Desfilaron el asno y Juan Ramón Jiménez, Quevedo y Cirlot, el mar, las mariposas, Walter Benjamin, el humor negro y los laberintos; se levantó en varias ocasiones para mostrarme algunos libros más, nos detuvimos en Album Biofotográfico, con fotos de su infancia, hiló sus años de estudio e inspiraciones, el por qué de ser escritor. Y Blake y Papini, los mundos imaginarios que ideó para soslayar la falta de salud que le impidió viajar cuanto hubiera deseado y el brillo luciferino de la mirada de Hitler, tan semejante a la de los murciélagos, luciferinos también. Hallaba rasgos ocultos en los ojos, de momento yo le había caído bien. “A lo largo de mi vida me ha costado permanecer quieto, he cambiado muchas veces de casa, pero ninguna de mujer”, suspiró. Enviudar asentó su melancolía.
“De los cinco a los diez años, fueron los años más importantes, porque el mar me brindó su compañía y gracias a su influjo se abrió mi inteligencia y fui menos tardo de lo que tenía que ser por temperamento. Las aguas salobres me prestaron cierta “sal”, en el sentido kierkegardiano”. Y cartas que intercambió con Octavio Paz, Larrea, Carlos Edmundo de Ory, la entrevista que le hizo Víctor Amela para la Contra de La Vanguardia y que a Serra le encantó, referencias a compañeros de aventuras como Antonio Beneyto, al que nombró mago y al que compró su primer cuadro.
Toda admiración es poca. Volví a hablar con él, por teléfono, a mediados de agosto: tras una caída se había agravado su estado, permanecía en cama y no podía leer porque se mareaba. Inquieto, no mejoraba. Nos despedimos, con la propuesta de vernos en octubre. Muchos intentarán divulgar su labor discreta, pacífica y un poco escondida, tan a la espera. Por si despertamos.

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