En la sala de espera
En Worcester, Massachusetts,acompañé a tía Consueloa una cita con el dentistay me senté a esperarlaen la sala de espera del dentista.Era invierno. Anocheciótemprano. La sala de esperaestaba llena de personas mayores,catiuscas y abrigos,lámparas y revistas.Mi tía estuvo dentrolo que me pareció una eternidady mientras esperaba leíel National Geographic(ya sabía leer) y observélas fotografías con atención:el interior de un volcán,negro y lleno de cenizas;después aparecía vomitandoríos de fuego.Osa y Martin Johnsonvestidos con pantalones de montar,botines y cascos de protección.Un hombre muerto colgando de un poste-“Gran Cerdo”, rezaba la inscripción-.Bebés con las cabezas puntiagudasenrolladas con vueltas y más vueltas de cuerda;mujeres negras, desnudas, con los cuellosenrollados con vueltas y más vueltas de alambrecomo el cuello de las bombillas.Sus senos eran horripilantes.Leí todo esto sin pausa.Demasiado turbada para parar.Y después contemplé la portada:los márgenes amarillos, la fecha.De pronto, desde dentro,surgió un ¡ay! de dolor-la voz de Tía Consuelo-ni excesivamente alto ni prolongado.No me sorprendió en absoluto;por entonces ya sabía que ella erauna mujer tímida, estúpida.Tal vez debiera haberme sentido avergonzada,pero no lo estaba. Lo que me tomócompletamente por sorpresafue que había sido yo:mi voz, en mi boca.Sin darme cuentayo era mi estúpida tía,yo -nosotras- estábamos cayendo, cayendo,con los ojos fijos en la portadadel National Geographic,febrero, 1918.Me dije: tres díasy tendrás siete años.Estuve diciendo esto para detenerla sensación de estar cayéndomedel redondo, giratorio mundohacia un frío espacio azul marino.Pero sentí: tú eres un yo,eres una Elizabeth,eres una de ellos.¿Por qué tienes también tú que ser única?Apenas me atrevía a mirarpara averiguar lo que yo era.Eché un vistazo de reojo,-era incapaz de mirar más arriba-hacia las sombrías rodillas grises,los pantalones y faldas y botasy diferentes pares de manosque yacían bajo las lámparas.Sabía que nunca había sucedidonada extraño, que nadaextraño podría suceder jamás.¿Por qué debía yo ser mi tía,o yo, o cualquier otra persona?¿Qué afinidades-botas, manos, la voz familiarque había sentido en mi garganta, o inclusoel National Geographicy esos terribles senos colgantes-nos mantenían tan juntoso nos hacían uno solo?Cuan -no conocía ningunapalabra para designarlo- cuan “improbable”…¿Cómo había llegado yo hasta aquí,igual que ellos, y había oído por casualidadun grito de dolor que hubiera podido serpeor y más estridente pero no lo fue?La sala de espera era luminosay estaba demasiado caldeada. Se desvanecíabajo una gigantesca ola negra,otra, y otra más.Entonces regresé.La Guerra estaba en marcha. Fuera,en Worcester, Massachussets,había la noche y la nieve aguada y el frío,y era aún cincode febrero, 1918.
*Versión de Roser Amills Bibiloni