Si recorremos la historia de la sexualidad de pago encontramos que Catón el Viejo, muy práctico, afirmaba que «es bueno que los jóvenes poseídos por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres», mientras otros lo convertían en arte, como es el caso del cuadro con el que Picasso inauguró el cubismo, en 1907, “Les senyoretes d’Avinyó”, chicas de un burdel barcelonés que el pintor había tratado en todos los sentidos. Por cierto: la palabra “burdel”, según Corominas, se deriva del catalán bordell y éste de bord , bastardo. Bordell significaría, pues, el lugar en donde se engendraban bastardos. La dictadura franquista también fue permisiva con el Chino y, a pesar del conservadurismo del régimen, toleró la existencia de los meublés, eso sí, sometidos a algunas normas: no se permitían los ménage à trois ni «facilitar habitación única a dos caballeros». Mientras que en el bar Perico Chicote, en la Gran Vía madrileña, durante la Guerra Civil, se daban cita “miembros de las Brigadas Internacionales, corresponsales extranjeros y un ejército regular de prostitutas de clase obrera”, como relata Jimmy Burns en “Papá espía”. La especialidad del local eran las solteras sofisticadas que lo frecuentaban, algunas de cierta posición social, y a las que los antifranquistas despreciaban denominándolas “señoritas putas de derechas”. En vano unos años antes, en 1936, la anarquista Federica Montseny (1905-1993), ministra de Sanidad de la II República española y primera mujer con un cargo así en Europa, había legalizado los centros de prostitución libre. Henry Miller encumbra la pornografía -entendida desde su significado griego original, como la relación con las prostitutas-, describiéndola como una nueva religión.