viene el poema y es como una impetuosa
y espesa cabellera de tinta
G. CELAYA

…ella empujó a su compañero, un alguien en silencio, fuera de la cama con una patada tan furiosa que su cuerpo tibio y todavía algodonoso a causa del sueño se escurrió por debajo de la puerta, dio unos cuantos tumbos huecos en la escalera y desapareció dejando apenas tras de sí una leve estela sin indicios de sangre. Relajada, los músculos distendidos por la oportuna liberación, el rictus plácido y benevolente de madonna renacentista, tenía que levantarse, ducharse, atusarse el pelo y colocarse cuidadosamente todos los aperos necesarios para ir a trabajar. Hoy era posible empezarlo todo y su repentino deseo habitaba el mundo, fuerza nueva, largas y poderosas piernas que la condujeron fragante, desnuda, al amplio cuarto vestidor; elegir algo que ponerse entre sus trapitos resultaba hoy más sencillo: un delicado vestido largo de caída impecable, unas volátiles sandalias de piel de melocotón con las que acariciar el suelo a su paso. El intenso verde esperanza del atuendo proporcionó a su rostro una luz fría que contrastaba con el jolgorio de avecillas del balcón, juguetonas e histéricas por los primeros rayos de sol del estío, así que tuvo que recurrir al acostumbrado gesto efectista con el que solía mirarse segundos antes de salir de casa para alimentar el narcisismo imprescindible y se dio cuenta en el último momento de que durante la noche le había crecido el cabello de un modo desacostumbrado, y no tuvo más opción que trenzarlo pacientemente en un recogido que se erguía, elegante y altanero, sobre su nuca, al modo de una reluciente corona escarlata. En el ascensor se cruzó con el vecino de arriba, un pedante muchachito que gritaba en exceso casi todas las noches mientras hacía el amor con su sumisa y silenciosa novia cubana: él no pudo reconocerla y se volvió excitado para dirigirle varias miradas libidinosas mientras se preguntaba quién sería aquella belleza perfecta como un amanecer.

A las ocho menos cuarto la calle ya era una fiesta de coches embotellados, señoras gritonas y gorriones y gorriones; pero cuando Clara pisó la acera se produjo un silencio fugaz y sobrecogedor que llenó súbitamente todas las almas de una música altamente placentera: la Belleza. Clara canturreaba algo entre dientes, los sonrosados labios entreabiertos, y fue navegando sin dificultad a través de la marea humana de atónitos transeúntes; quizás de tan intensa afección podría haber resultado alguna verdad absoluta.

La oficina ofrecía un aspecto lúgubre e insidioso; su fachada gris no se iluminaba ni con el sol más reluciente del mediodía agosteño, y a todas horas una bandada enferma de palomas polvorientas sobrevolaba la acera cual centinelas alados de la grisura. Clara entró, veloz, en su despacho, pero ya todos habían intuido el fulgor de su presencia y levantaron al unísono las adormiladas cabezas; embelesados, sufrieron un poco los dolores de un súbito flechazo al paso luminoso e incorpóreo de cuyo fondo seguramente emergería el mediodía. La jornada laboral se convirtió pronto en un reguero de murmullos e interrogaciones bisbiseantes cuyo sujeto monográfico eran continuamente Clara, la nueva Clara, y sus enigmáticos y atractivos atributos de epigrama. Pero nadie se atrevió a entrar en su despacho: se limitaban a observarla ligeramente arrebolados cada vez que ella emergía para completar alguna gestión importante.

Y así, esta sola y aburrida Clara, claro, se fue sumergiendo blanda en la melancolía tristona y entumecida de su sillón reclinable, por todo el cuerpo un desasosiego absurdo y a las cinco menos diez sopesó con calma qué valía más y qué valía menos. La angustia es al fin y al cabo una insuficiencia respiratoria, una compresión pulmonar que se convierte sin remedio en estrechez de miras. “Caer y volver a estar donde estuvimos”: como siempre, después de masturbarse un buen rato, Clara colocaría de nuevo un amante en su cama porque rebelarse es un juego y le empezaba a preocupar el retorno de las dudas, no saber cómo leer el poema, no saber si es un poema, no saber qué, si se había encontrado alguna vez, en un viaje, en algún libro, en alguna parte, en algunos ojos…

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