Es conveniente e incluso
imprescindible
creer que el Eixample es monótono
y aburrido.


Hay que entrar en ese café de la esquina
y entregarse a la película francesa
que nos gustaría vivir.

Sí, me obligo, de improviso,
a caminar una tarde nómada de latidos
llanos tras la angustia
y voy contando tu edad desconocida
entre tantos pies que pasan.

A tu paso, una compresión pulmonar,
una sed mal venida,
la inmensidad loca
de tu autonomía
y yo que quisiera volando escapar de las raíces
de las siete:
temible y esclarecida
tu espalda sudorosa me detiene.


Sé que aún no me piensas,
pero ya nos sentimos un poco.

Un día poco a poco doliente
sentada en un gran café,
entre sillas prometidas
y urbanas esperas sin sed,
(el café no ha cambiado, no se ha movido siquiera)
indolente y serena,
aferrada a un fino libro de horas y canas
hueras, sin actividades marchita
esperaba mi dama.
—Públicamente afligida,
ansiosa de dudas y almas,
la desdichada luz de la puesta
se alzaba de tarde inventada—.


Reconozcamos que la mejor solución, en estos casos,
consiste en entregarse lentamente
a la desesperación del náufrago:
observar el salitre de las olas
y correr el riesgo de que algún intruso
nos quiera salvar la vida.

Inesperadamente me enseñas
el paraqué ceniciento
de mi voz desenfrenada,
tus brazos y bronces,
el galope y la desmesura
de tan linda cara abierta.


Justo al lado, la singularidad incierta
de tus breves tres décadas
me contempla en cálida fiesta.
(Hoy,
precisamente hoy albergo la pretensión
de un diálogo hermoso
y el frío acompaña
este recorrido polvoriento
por los paños del alma).


Reconozco que estoy sudando
(unas gotas ínfimas)
y que puedo oír la siega interminable
de la incitación,
ese diálogo que nos crepita tan cerca
entre ajustadas fórmulas de cortesía,
el estertor negligente de tus manos solitas,
ese lecho de lunas que llevas prendido,
y tu calor sosegado,
sin límites, sin principio ni venas.

Poemas del libro «Uno solo, por favor» de Roser Amills, Calambur 1997

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