Compilada por Tatiana Goransky, esta obra reúne relatos de destacados escritores y escritoras como:
• Marta Orriols
• Matías Néspolo
• Juan Vico
• Mariana Travacio
• Mariano Quirós
• Hugo Salas
• Marta Carnicero
• Félix Bruzzone
• Verónica Nieto
• Franco Chiaravalloti
• Roser Amills
• Aleko Capilouto
• Graziella Moreno
• Martín F. Castagnet
• Sonia Budassi
• Tamara Tenenbaum
• Sebastián Chilano
• Rodrigo Díaz Cortez
• Patricia Kolesnicov
• Diego Gándara
• Josan Hatero
Esta antología teje un puente literario que une Barcelona y Buenos Aires — dos ciudades hermanadas no solo por once mil kilómetros, sino por una profunda tradición cultural y migratoria compartida. A través de 22 cuentos de autores y autoras que viven a ambos lados del Atlántico, se exploran contrastes y conexiones: la humedad que sofoca en verano y cala los huesos en invierno, la vivacidad migratoria, la literatura, el amor, la melancolía, lo fantástico, lo entrañable. Paseo de Gracia se funde con Avenida 9 de Julio, y la Rambla se hace Plaza de Mayo, en un recorrido donde las distancias se disuelven en lo narrativo.
Relato de Roser Amills
"Celos"
¡Si pudiera pensar en otra cosa, pesaría todo menos! Me llamo Federica y he pasado la noche en vela porque no podía parar de recordar sus caricias y cuánto le necesito. Es cierto que no le había necesitado nunca antes, cuando ni sabía que existía, y… Esas cosas pasan. También ignoraba a esa inesperada desconocida que le ama aún más y que tiene la culpa de todo.
Doy vueltas en la cama que aún huele a César y murmuro cariñosas maldiciones hasta que casi amanece, tan perezosa que tampoco hoy iré a trabajar, está decidido. Bien visto, qué alegría la perspectiva de no tener ya nada que hacer con César, excusa suficiente para mi absurdo pero rotundo no tener ya nada que hacer en general, me digo.
READ MORESuena el timbre y me percato de que sí he dormido, esparcidas como una enredadera las ondas del pelo sobre mi rostro empapado. Por fin recordé, justo antes de desvanecerme, cómo nos conocimos. Fue hace una semana. Y todo eso que César repetía antes de marcharse anoche, cuando le eché a gritos, sobre las dos de la madrugada. Hago un recorrido sonriente y casi feliz hacia atrás, con deleite justo hasta cuánto me habían aburrido los cuentos de ese hombre que perseguía palabras para convencerme, que tardaba tanto en encontrarlas y además daba rodeos…
No debo hacerle esperar. Me levanto de un salto, pulso el botón del interfono, me lastimo el pie derecho con un clip para el pelo y gruño sorprendida porque no es César el que está al otro lado. Es Pedro. Por eso, a toda prisa, me embuto unos vaqueros y una camiseta, no voy a recibir desnuda al que bebe los vientos por mí, es obvio, y como en un sueño regresa poco a poco a mi mente distraída esa otra conversación de ayer por la tarde, justo antes de que me visitara César, esa insistencia con que Pedro se ofreció a dejarme en casa y echarme una mano en la búsqueda de empleo al día siguiente. Qué ridículo, tanta prisa, y que lo hubiera olvidado por completo. Me despidieron.
Empecinado, Pedro se ofreció también a prepararme unas cuantas citas con colegas. Sigo siendo psiquiatra y sólo tendría que preparar unas copias actualizadas del currículum, dijo. Y ahí está. Con esa roñosa bufanda muy larga de siempre que le da varias vueltas al cuello. Recuerda una barba muy tupida cubierta de polvos blancos.
—Estás pálida, Federica, ¡pareces Blancanieves!
—Pasa, por favor, hace frío.
No hace frío. Tengo fiebre. Fiebre y mala memoria. Todo son malas noticias para Pedro y ruedan como canicas, como mis ojos, por el suelo jaspeado del piso que miro para no mirarle a la cara. Estoy tiritando. No, no hay currículums, anuncio muy seria. Sé que eso le hace sentir mal, hay que explotar al máximo los sentimientos de culpa de Pedro. Ni hay almuerzo para acompañar la revisión conjunta de esas entrevistas de trabajo que él ha programado para la tarde, y a todo esto avanzo pizpireta por el salón, lanzo bufidos y recojo ostentosa dos copas de vino de la mesa, el cenicero lleno de colillas de César, el camisoncito para recibirle. ¿Está Pedro enfadado? Acabo de recordar que una vez confesó que no le gustan las mujeres con pantalones y le pregunto, pero él dice no recordar nada.
—¿Qué te parece si comemos algo rápido en el bar de la esquina, Pedro?
—Pero antes, por favor, peínate un poco y lávate la cara, no puedes ir así a ningún lado.
En menos de media hora estamos instalados en la terraza del bar de la plaza de la Virreina con el portátil donde, con mejor aspecto, trato sin éxito de actualizar mi currículum de psiquiatra en paro mientras Pedro encarga un par de hamburguesas dentro. No, no sé si contarle —por supuesto en tono de broma para no darle demasiada importancia— lo que tengo entre manos. Que hay otra que lucha por arrebatarme a mi nuevo gran amor, o que quizás estaba antes y lo había ocultado a la perfección. Los hombres hacen esas cosas. Y que he encontrado notas en los bolsillos de César, eso impresionará a Pedro. Que por la letra de la otra estoy segura de que le ama y le conoce tan bien que no hay nada que hacer. Grafológicamente, la otra es siempre mucho mejor en todo. Y lloraré, y luego Pedro se esforzará por consolarme…
Pero cuando Pedro ha vuelto a la mesa y ha dicho “me gustan las hamburguesas que preparan en el barrio de Gràcia, nada que ver con las del hospital” y “la verdad es que con el buen día que hace, era mejor comer al sol”, y me ha puesto al día de los últimos chismes, ha sido más que suficiente para que bajara las defensas y me recostara en la mesa a mirarle la boca a Pedro como de costumbre cuando le escucho, desde hace años. Eso también funciona. Desde abajo, como si mi cerebro pesara toneladas y me costara erguirme, resulta muy sexy. Es una boca muy grande y la tuerce de formas extrañas mientras habla, sobre todo cuando se relaja, como ahora, cuando le he confesado que no echo de menos ni mi antiguo puesto ni las visitas.
—… eres una excelente profesional, seguro que no tardarás en encontrar un trabajo de lo que sea en alguna empresa que valore tus nuevas aptitudes. ¿Has repasado la lista para esta tarde?
Me siento muy intrigada.
—¿Qué lista?
Pedro susurra que tiene, por suerte, una copia en una carpeta. Da grandes bocados a su hamburguesa, lo que delata que hace un gran esfuerzo por evitar que se note que está irritado. Sus planes optimistas no contemplaban la posibilidad de que no colabore en absoluto en hacerle sentir útil, es eso.
¡Pero él me mira tanto! No da su brazo a torcer y la cosa ocurre.
—¿En qué estás pensando, Federica?
El silencio que sigue es especial, se vuelve de confianza y me animo a responder tras un largo intervalo. Carraspeo y sonrío, como una niña aplicada.
—Sufro.
—¿Sufres? ¿Por qué sufres?
No debería. Ni una palabra más, me repito. ¡Nos conocemos tan bien! Pedro rebatirá cualquier pensamiento pesimista con tanto empeño que no podré soportarlo y luego…
—¿No vas a contármelo? —sus labios se estiran ahora hacia los lados en una mueca tierna—. ¿Entonces es cierto que ya no te gusta hablar conmigo?
Sonrío azorada y bajo los ojos. Resistirme a Pedro sería como resistirse a un sueño mientras se sueña.
—Ya lo sabes. Estoy enfadada con él…
Ese respingo conocido. Me arrepiento de nuevo. Parecía tan animado y, de pronto, el que está pálido es Pedro. Ha bajado mucho la cabeza y ya no le veo la boca entreabierta, lo que es una lástima porque se le había quedado un trocito de lechuga entre los dientes que le daba un aspecto de lo más emotivo.
La cabeza gacha de Pedro. En un remolino en la parte de atrás se aprecia un círculo de cuero cabelludo que me atrae mucho más que la reprimenda que Pedro ha empezado a verter sobre mí. Me he cubierto la frente con la mano para que note que me da vueltas la cabeza, eso puede hacerle parar.
—Federica, ya estás otra vez con tus cuentos… No es momento después de estos meses…
El calor del sol es tan delicado y tibio sobre mis brazos que no puedo dejar de observar cómo se me eriza la piel como a cámara lenta y aprieto las manos juntas sobre las rodillas de la excitación. Él hace movimientos negativos con la cabeza.
—… debes tener cuidado, centrarte y mirar hacia delante. Seguro que en cuanto te centres en un trabajo te sentirás mejor, y…
—Está con otra. A mis espaldas…
He visto el camino fácil para más confidencias y aprovecho que le he interrumpido para hablar y hablar, con la cara rebosante de felicidad, los grandes ojos verdosos de Pedro se inclinan sobre mí como si fuera a acariciar con ellos algo muy delicado. Me observa incrédulo. Son duros, son los ojos de un animal herido y eso me hace sentir obsequiosa, me mira con egoísmo, es eso, por eso continúo generosa con más y más detalles. Todo con palabras rápidas y firmes para que a Pedro no le quepa duda de mi profunda decepción respecto a su maravilloso adversario.
—… toda la semana pasada perdidamente enamorados, ya sabes cómo son estas cosas, y anoche le monté una escena. Le pedí que se marchara y ahora le echo de menos y necesito consuelo…
Pedro ha encogido la boca como si quisiera meterla dentro de su vaso de refresco.
—¿Quiénes estáis enamorados?
Acabo de darme cuenta del juego, como si esa pregunta de Pedro prendiera una mecha que hace estallar respuestas y sonrío para suavizar mi huida. No debo darle el nombre, o él le buscaría y quién sabe de lo que Pedro sería capaz si le encontrara…
Pero él ya me ha agarrado de la muñeca y ha estirado una pierna para bloquear mi marcha. Me mira a los ojos, ¡qué guapo está cuando se pone así!
—Por favor, Pedro, debo volver a casa. Tenías razón, así no puedo acudir a ninguna entrevista y además puede que César haya vuelto a disculparse…
Parece que amanece de nuevo, menudo ritmo. Escucho en la radio pitidos que indican la hora, pero no está bien sintonizada. La ciudad iluminada en la noche es más bella que de día y tengo hambre, no llegué a dar un solo bocado a la hamburguesa, qué lástima. “Él ama a otra”, susurra ahora la radio con claridad y trato de apartar esa voz, pero no sé cómo, como no sé cuándo me he metido en la cama.
Lo que sí recuerdo es que le enseñé a Pedro las notas. Las tenía guardadas en la carpeta de las entrevistas de trabajo que llevaba él y se limitó a observarlas muy callado. ¿Por qué actuaría así, si tanto me ama? No importa. Quiero levantarme, pero tras varios intentos desisto y siento llenárseme el cuerpo de flores y azotes de cálidas corrientes como los vagos recuerdos de más y más amor que han empezado a invadir mi cabeza: Pedro rebuscando frenético en sus bolsillos, sacaba notas mientras yo repetía que debía marcharme por si César llegaba y nos descubría. Eso puso horrorosamente celoso a Pedro, se negaba a escuchar más detalles sobre el otro, pero no me daba por vencida e insistí con energía febril, y seguramente por eso Pedro al final se puso a hablar con alguien por teléfono. Para ignorarme, para hacerse el interesante, tan patético como su larga bufanda convulsionándose y sacudiéndose y mis manos temblorosas…
Se abre la puerta y alguien enciende la luz.
Y entonces mi conciencia se abre como una rosa y saboreo ese familiar regusto de manzana en la boca, esas manos tan suaves que me sujetan la barbilla para incorporarla un poco.
—Bébetelo todo –me susurra Pedro.
Hemos regresado a la casilla de salida, esa donde vi a Pedro por primera vez, hace años. Quiero levantar los párpados para agradecerle que me ame a pesar de los terribles celos que le provoco.
—Descansa. Te recuperarás pronto y volveremos a intentarlo. Tranquila, tranquila, estamos aquí para cuidarte.
Convulsiono. Alguien me ha atado a la cama, qué manía absurda, cómo va a abrazarme así. No hay prisa. Hay pasiones que caen por su propio peso, le digo a Pedro, le he volcado mi alma dentro como él vuelca el medicamento en mi garganta, pero él aún no ha sabido ni recibirla ni qué hacer con ella. Ya llegará el momento adecuado, no hay prisa. ¡Si pudiera pensar en otra cosa! Abro los ojos para reñirle mirándole a la cara por haber querido curarme tan pronto, para repetirle a Pedro que es normal que él sienta celos porque todos los sentimos y no tiene nada de malo, pero los tubos de neón del cabezal, justo sobre la cara, se instalan en mi cerebro y lo taladran y entonces Pedro desaparece y sobre su rostro está el de un desconocido nuevo que quiere también consolarme y entre los dos me abrazan con vaivén de mar amortiguado, de ese amor infinito sin el que ya no podría vivir. Comprendo, como lo comprenderá algún día Pedro, que para amar así no queda otra que seguir poniéndoles notas en los bolsillos a todos en ese sueño dentro de un sueño que es mi pasión. Mi mano empieza a revolotear bajo la sábana, pero sin saber dónde posarla dejo que todas esas ideas caigan por su propio peso y vuelvo a dormir. Tranquila. Hay tiempo y ya no pesa. Tendré la atención de Pedro unos meses más.
COLLAPSE