roser amills finestra algaida

Leo por ahí que antes de ser “tristeza” medieval, “spleen” de Baudelaire, “mal del alma” de los románticos, “espíritu de pesadez” nietzscheano, o la “depresión de la sociedad del bienestar” de nuestra época, en el siglo XV la acedia era considerada un pecado, una falta, algo que faltaba a lo que debimos llegar a ser, y en medicina es una sensación de ardor que se localiza en la zona central del pecho, justo detrás del esternón. En pleno chakra, vaya!

También cuentan que se la denominaba el “pecado del mediodía”, pues atacaba cada mediodía cuando el sol y la pesantez obligaban a deponer las energías, o quizás cuando el horizonte se vuelve una línea fluctuante durante un viaje largo, en plan espejismo, o cuando los años parecieran invitarnos a deponer todo proyecto, a conformarnos con lo ya logrado, a refugiarnos en lo ya vivido, a encerrarnos en la repetición.

Y lo más interesante es que a la iglesia nunca le gustó, y así se define en un interesante diccionario de la Ecclesia de Brasil (www.ecclesia.com.br):

» ACEDIA (akidía): tedio, desgano, pereza e inercia espiritual. Genera obtusidad del espíritu, impotencia de la voluntad y disgusto por los mismos dones de Dios.

En definitiva, era considerada un pecado porque socavaba la voluntad, vampirizaba la energía vital… mala, mala, mala, pues su opuesto es la magnaminitas, que gustaba más. La acedia, resumiendo, consiste en un desánimo ante la tarea de la vida, no ante éste o aquel trabajo, ante éste o aquel proyecto, sino ante la vida en general como tarea, como combate, como aspiración a la grandeza, pues tal es la definición de la magnanimidad: aspiración a la grandeza de la vida, o a la vida como grandeza, como algo magno, algo que siempre exige más porque siempre quiere entregarse como novedad (mass media), siempre quiere crearnos para crearse ella misma en nosotros (la conciencia de patria?), para trascenderse en virtud de su ser siempre más, de rebasarse (y rebasarnos?).

Así, según algunos la acedia aparece como la inerte tristeza del corazón que no quiere o no puede exigirse ya la grandeza, la desesperada sed de una sequedad interior, el sopor de la mezquindad existencial… como náusea sartreana o simple el aburrimiento, pereza (el elogio de la pereza). Así, con el tiempo, la acedia, aquel “demonio meridiano” que acechaba a los monjes en las horas del mediodía o del atardecer, fue resignificada por los poetas como mal de siecle, y como resistencia estética al capitalismo.

La acedia de la que hablamos supone la no-productividad frente al mundo de la superproductividad. Y como no-productividad, se relaciona con la cuestión de la no-posesión. Ahí es donde yo le veo su parte buena, interesante, útil: el síndrome de la acedia no es el de la pasividad, el del ocio o el del ensueño que se prolonga en una siesta tropical, que no estaría mal pero no es el casp. Todo lo contrario: la acedia se manifiesta en la inquietud, en el continuo desplazamiento, en la famosa curiositas incluso, en la huída de quien no puede habitarse a sí mismo, quien “no soporta permanecer en su celda” como dirían los ancianos que ya no están si nos vieran a mil por hora como vamos para describir lo que hoy nos rodea: saber todo para no ser nada, ir de uno a otro para evitar encontrarse con alguien y con nosotros mismos sobre todo, hablar con todos para no decirse nada en realidad, recorrer distancias para seguir girando y girando…

… ¿La acedia es meditar lo que hacemos? Pues viva la acedia. Tranquila y llanamente.

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