¿Te gusta traducir? A mí me gusta muchísimo por todo lo que se aprende traduciendo; es como ponerle al cerebro un sistema operativo distinto, se me ocurre, pues descubres herramientas nuevas (palabras, fórmulas, expresiones, ideas) y eso, que me encanta!

Así que hace años decidí traducir lo que me gusta y os lo enseño, desde aquí, por si alguien quiere opinar/echar un cable etc. Mi primera autora elegida fue Elizabeth Bishop (Worcester Massachussetts, 1911-1979)

Porque me gusta como escribe. Sí. Su obra es escasa, pero suficiente para ser considerada una de las grandes voces poéticas de la literatura norteamericana del siglo XX, y sirvió de inspiración, entre otras, a Silvia Plath, que también me gusta muchísimo.
Su obra (la de Bishop) consiste en cuatro libros de poemas -publicó su primer libro pasados los 35 años, a raíz del certamen de la casa editorial Hougton Miflin, de Boston, que ganó en 1945. A partir de ese primer libro, publicó cuatro poemarios, recogidos luego en “Poesías Completas”, un volumen que le valió el Premio Nacional del libro (E.V.)-, diversos textos ensayísticos y de memorias, y ocho cuentos. Sus escritos en prosa aparecen reunidos en “The Collected Prose”, claro… ah! y fue autora, asimismo, de una notable “Antología de la poesía brasileña contemporánea” recopilada y traducida al inglés en colaboración con Emanuel Brasil. ¿Qué más…? Sí: viajera incansable, recorrió Europa y América Latina, y vivió varios años en Brasil, en una mansión colonial del siglo XVII que hizo restaurar. Amiga de escritores como Marianne Moore, Robert Lowell, T. S. Elliot, Pablo Neruda, Octavio Paz, Ezra Pound y Aldous Huxley, está considerada como una de las autoras imprescindibles de la literatura estadounidense.

Bibliografía
Libros de esta autora:
North & South. Boston, Houghton Mifflin. Co., 1946.
Poems: North & South – A Cold Spring. Boston, houghton Miflin, Co., 1955.
Questions of Travel. New York, Farrar, Straus and Giroux, Inc., 1962.
Selected Poems, Chatto & Windus Ltd., 1963.
Geography III, 1976.
Complete poems. London, Chatto & Windus Ltd., 1983.

Ensayos sobre Elizabeth Bishop
Octavio Paz, “Elizabeth Bishop o el poder de la reticencia”. Plural. Ciudad de México, nº 49, septiembre 1975.
World Literature Today, revista: “Homenaje a Elizabeth Bishop”. Valencia, Venezuela, Universidad de Carabobo, Vol. IX-nº 6 (nº 53). Incluye poemas traducidos por Octavio Paz, J. Manrique Ardila, O.J. Hernández, una cronología y ensayos de Howard Moss y O. J. Hernández sobre la poesía de Bishop.

… y he aquí mis notas sobre la traducción:
hasta donde he podido comprobar (ISBN, etc.), todavía no se ha editado en España la traducción completa de este excelente poemario. Existen, eso sí, dos breves e incompletas antologías en las que aparecen poemas procedentes de distintos poemarios y con traducciones poco de diverso estilo y sensibilidad poética.
• Octavio Paz: Elizabeth Bishop era muy amiga suya, y precisamente un poema de Paz inicia el libro de Bishop “Geography III”. Octavio Paz publicó la traducción de varios poemas de Bishop: “El monumento” (del libro “North and South”), “Visitas a St. Elizabeth” (del libro “Questions of Travel”) y “El final de marzo” (del libro “Geography III”).
• Orlando José Hernández publicó en 1985 la traducción de los poemas “En la sala de espera” y “Un arte”, traducciones que presentan ciertas ambigüedades e irregularidades matizables.
• De Alberto Guirri es la traducción de “El descreído” y “Un milagro para el desayuno” (ambos del libro “North and South”) y “El hombre polilla” (traducido en colaboración con William Sand, y que procede también del libro “North and South”).
• Finalmente, Eugenio Florit tradujo el poema “Pequeño ejercicio” (del libro “North and South”) y Jaime Manrique Ardilla tradujo el poema “El alce”.

———————————————————————————

One art

The art of losing isn’t hard to master;
so many things filled with the intent
to be lost that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn’t hard to master.

The practice losing farther, losing faster:
places, and names, and were it was you meant
to travel. None of these will bring disaster.

I lost my mother’s watch. And look! My last, or
next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn’t hard to master.

I lost two cities, lovely ones. And, vaster,
some realms I owned, two rivers, a continent.
I miss them, but it wasn’t a disaster.

-Even losing you (the joking voice, a gesture
I love) I shan’t have lied. It’s evident
the art of losing’s not too hard to master
though it may look like (Write it!) like disaster.

Un arte

El arte de la pérdida no es difícil de aprender;
hay tantas cosas que parecen querer extraviarse
que perderlas no supone ninguna catástrofe.

Pierde algo cada día. Acepta el desconcierto
de las llaves perdidas, de las horas malgastadas.
El arte de la pérdida no es difícil de aprender.

A continuación, trata de perder hasta el extremo, perder más deprisa:
lugares, nombres y adondequiera que tuvieras planeado
viajar. Nada de ello provocará una catástrofe.

Perdí el reloj de mi madre. ¡Y mira! la última,
o penúltima, de mis tres queridas casas pasó.
El arte de la pérdida no es difícil de aprender.

Perdí dos ciudades adorables. Y, aún más inmensos,
algunos reinos que tuve, dos ríos, un continente.
Los echo de menos, pero no fue ninguna catástrofe.

-Ni siquiera al perderte a ti (la voz burlona,
ese gesto que adoro) debiera haber mentido. Es evidente
que el arte de la pérdida no es demasiado difícil de aprender
aunque pueda llegar a parecerse (¡escríbelo!) a una catástrofe.

 

Five Flights Up

Still dark.
The unknown bird sits on his usual branch.
The little dog next door barks in his sleep
inquiringly, just once.
Perhaps in his sleep, too, the bird inquires
once or twice, quavering.
Questions—if that is what they are—
answered directly, simply,
by day itself.

Enormous morning, ponderous, meticulous;
gray light streaking each bare branch,
each single twig, along one side,
making another tree, of glassy veins…
The bird still sits there. Now he seems to yawn.

The little black dog runs in his yard.
His owner’s voice arises, stern,
“You ought to be ashamed!”
What has he done?
He bounces cheerfully up and down;
he rushes in circles in the fallen leaves.

Obviously, he has no sense of shame.
He and the bird know everything is answered,
all taken care of,
no need to ask again.
—Yesterday brought to today so lightly!
(A yesterday I find almost impossible to lift.)

Cinco plantas más arriba

Todavía está oscuro.
El pájaro anónimo se apoya en su rama de costumbre.
El perrito ladra en sueños junto a la puerta,
inquisitivo, sólo una vez.
Quizá en su sueño, también el pájaro pregunte
una o dos veces, estremeciéndose.
Preguntas -si acaso así deben llamarse-
que son contestadas de forma inmediata, sencilla,
por el propio día.

Una mañana enorme, pesada, meticulosa;
una sombra que define cada rama desnuda,
cada ramilla aislada, hacia un lado,
para hacer otro árbol, de vetas cristalinas…
El pájaro aún está ahí quieto. Ahora parece bostezar.

El perrito negro corre por su patio.
Le interrumpe la voz de su propietario, severa,
“¡Debería darte vergüenza!”
¿Qué ha hecho?
Salta de un lado a otro henchido de alegría:
se arrastra ovillándose sobre las hojas secas.

Es evidente, no tiene noción de vergüenza.
Tanto él como el pájaro saben que todo es contestado,
sin necesidad de preocuparse,
sin necesidad de preguntar de nuevo.
-¡El ayer se hace hoy con tanta facilidad!
(ese ayer que yo considero tan imposible de abandonar.)

In the waiting room

In Worcester, Massachusetts,
I wen with Aunt Consuelo
to keep her dentist’s appointment
and sat and waited for her
in the dentist’s waiting room.
It was winter. It got dark
early. The waitng room
was full of grown-up people,
arctics and overcoats,
lamps and magazines.
My aunt was inside
what seemed like a long time
and while I waited I read
the National Geographic
(I could read) and carefully
syudied the photographs:
the inside of a volcano,
black, and full of ashes;
then it was spilling over
in rivulets of fire.
Osa and Martin Johnson
dressed in riding breeches,
laced boots, and pith helmets.
A dead man slung on a pole
-“Long Pig”, the caption said-.
Babies with pointed heads
wound round and round with string;
black, naked women with necks
wound round and round with wire
like the necks of light bulbs.
Their breasts were horrifying.
I read it right straight through.
I was too shy to stop.
And then I looked at the cover:
the yellow margins, the date.

Suddenly, from inside,
came an oh! Of pain
-Aunt Consuelo’s voice-
not very loud or long.
It wasn’t at all surprised;
even then I knew she was
a foolish, timid woman.

I might have been embarrassed,
but wasn’t. What took me
completely by surprise
was that it was me:
my voice, in my mouth.
Without thinking at all
I was my foolish aunt,
I -we- were falling, falling,
our eyes glued to the cover
of the National Geographic,
February, 1918.

I said to myself: three days
and you’ll be seven years old.
I was saying it to stop
the sensation of falling off
the round, tuming world
into cold, blue-black space.
But I felt: you ara an I,
you are an Elizabeth,
you are one of them.
Why should you be one, too?
I scarcely dared to look
to see what it was I was.
I gave a sidelong glance
-I couldn’t look any higher-
at shadowy gray knees,
trousers and skirts and boots
and different pairs of hands
lying under the lamps.
I knew that nothing stranger
had ever happened, that nothing
stranger could ever happen.
Why should I be my aunt,
or me, or anyone?
What similiarities-
boots, hands, the family voice
I felt in my throatt, or even
the National Geographic
and those awful hanging breasts-
held us all together
or made us all just one?
How -I din’t know any
word for it-how any
word for it-how “unlikely”…
How had I come to be here,
like them, and overhear
a cry of pain that could have
got loud and worse but hadn’t?

The waiting room was brigth
and too hot. It was sliding
beneath a big black wave,
another, and another.

Then I was back in it.
The War was on. Outside,
in Worcester, Massachusetts,
were night and slush and cold,
and it was still the fifth
of February, 1918.

En la sala de espera

En Worcester, Massachusetts,
acompañé a Tía Consuelo
a una cita con el dentista
y me senté a esperarla
en la sala de espera del dentista.
Era invierno. Anocheció
temprano. La sala de espera
estaba llena de personas mayores,
catiuscas y abrigos,
lámparas y revistas.
Mi tía estuvo dentro
lo que me pareció una eternidad
y mientras esperaba leí
el National Geographic
(ya sabía leer) y observé
las fotografías con atención:
el interior de un volcán,
negro y lleno de cenizas;
después aparecía vomitando
ríos de fuego.
Osa y Martin Johnson
vestidos con pantalones de montar,
botines y cascos de protección.
Un hombre muerto colgando de un poste
-“Gran Cerdo”, rezaba la inscripción-.
Bebés con las cabezas puntiagudas
enrolladas con vueltas y más vueltas de cuerda;
mujeres negras, desnudas, con los cuellos
enrollados con vueltas y más vueltas de alambre
como el cuello de las bombillas.
Sus senos eran horripilantes.
Leí todo esto sin pausa.
Demasiado turbada para parar.
Y después contemplé la portada:
los márgenes amarillos, la fecha.

De pronto, desde dentro,
surgió un ¡ay! de dolor
-la voz de Tía Consuelo-
ni excesivamente alto ni prolongado.
No me sorprendió en absoluto;
por entonces ya sabía que ella era
una mujer tímida, estúpida.

Tal vez debiera haberme sentido avergonzada,
pero no lo estaba. Lo que me tomó
completamente por sorpresa
fue que había sido yo:
mi voz, en mi boca.
Sin darme cuenta
yo era mi estúpida tía,
yo -nosotras- estábamos cayendo, cayendo,
con los ojos fijos en la portada
del National Geographic,
febrero, 1918.

Me dije: tres días
y tendrás siete años.
Estuve diciendo esto para detener
la sensación de estar cayéndome
del redondo, giratorio mundo
hacia un frío espacio azul marino.
Pero sentí: tú eres un yo,
eres una Elizabeth,
eres una de ellos.
¿Por qué tienes también tú que ser única?
Apenas me atrevía a mirar
para averiguar lo que yo era.
Eché un vistazo de reojo,
-era incapaz de mirar más arriba-
hacia las sombrías rodillas grises,
los pantalones y faldas y botas
y diferentes pares de manos
que yacían bajo las lámparas.
Sabía que nunca había sucedido
nada extraño, que nada
extraño podría suceder jamás.
¿Por qué debía yo ser mi tía,
o yo, o cualquier otra persona?
¿Qué afinidades
-botas, manos, la voz familiar
que había sentido en mi garganta, o incluso
el National Geographic
y esos terribles senos colgantes-
nos mantenían tan juntos
o nos hacían uno solo?
Cuan -no conocía ninguna
palabra para designarlo- cuan “improbable”…

¿Cómo había llegado yo hasta aquí,
igual que ellos, y había oído por casualidad
un grito de dolor que hubiera podido ser
peor y más estridente pero no lo fue?

La sala de espera era luminosa
y estaba demasiado caldeada. Se desvanecía
bajo una gigantesca ola negra,
otra, y otra más.

Entonces regresé.
La Guerra estaba en marcha. Fuera,
en Worcester, Massachussets,
había la noche y la nieve aguada y el frío,
y era aún cinco
de febrero, 1918.

2 comentarios sobre “Mis traducciones de Elizabeth Bishop

  1. E. Bishop… nos inspira a muchos, a ti te ha inspirado además a traducirla y aunque a mi me gusta leerla en su idioma me ha gustado tu trabajo.
    Estaré pendiente de mas de lo tuyo.

Comparte y comenta esta entrada: