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¿Criticas mucho? Quizás eres una reprimida.
Es muy fácil criticar, y además aporta una sensación de grupo de lo más atrayente. Si pasa una chica en minifalda y con unos tacones de vértigo, lo facilón es decir “mira a esa cómo va”, “qué fresca” o comentarios mucho peores. En vez de alegrarnos por ella y tratar de aprender de lo que nos ha provocado su visión, tan diferente, para analizar qué tenemos y qué nos falta, quizás, o de las inseguridades que nos puede provocar.

Los celos y la envidia
Atención a esta máxima para curarlos: “Lo que criticas de la sexualidad de otra persona es lo que estás criticando sobre ti misma.”

Cuando criticamos hacia dentro: falta de libertad disimulada
La crítica de los reprimidos no siempre es tan obvia como imaginamos: están “los que callan” por no disgustar al grupo social, a la familia, a la pareja en última instancia, pues interpretamos un papel “reprimido” que nos anima a expresar lo que no pensamos.

Es el caso de Gloria, que no es libre porque tiene miedo a aburrirse. En concreto, con los hombres capaces de decir “No te muevas que me despisto” y demás lindezas… Pero no lo dice, y por tanto está a menudo con la líbido baja, pues no dice lo que quiere ni lo que no quiere, simplemente juega a aparentar que todo está bien… Y se frustra.

Callar demasiado no es libertad
Ojo a lo que callamos cuando callamos demasiado (por culpa de nuestros miedos, complejos…), porque no sólo seguirán ahí por mucho que los escondamos bajo estas máscaras, sino que además crecerán a sus anchas, como el moho donde no da el sol.
Y eso es lo que conforma nuestras represiones, las historias que se esconden debajo de lo que no nos atrevemos a tratar abiertamente mientras nos incomodamos con los “descarados” que sí lo hacen, como decíamos unas líneas más arriba.

Hacerse de rogar también es represión
“Quienes reprimen el deseo, lo hacen porque el suyo es lo bastante débil como para ser reprimido”
William Blake

A veces reprimimos nuestro instinto por “el qué dirán”, sí, pero otras veces lo hacemos para establecer roles de poder, como por ejemplo hacernos de rogar. Y lo que obtenemos a cambio de limitar absurdamente nuestras ganas (“me apetece tener sexo, pero… quizás me conviene más frenar y mantener al otro expectante”) no es del todo gratificante.

Porque una cosa es reprimirte momentáneamente y otra caer en el bucle de ir en contra del propio instinto demasiado a menudo. El deseo se deteriora y, a la larga, actuando así educamos a nuestro deseo hasta domesticarlo y convertirlo en un instinto adormilado que ya no nos hace ver estrellitas de placer ni nos hace revolotear mariposas en el estómago, sino que nos pone en guardia.

Ojo. El deseo reprimido, a la larga, nos vuelve rígidas y tensas, nos resta en vez de sumar.

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Me gusta el sexo

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