“El poeta debe comprobar
la fuerza de sus piernas antes de sentar la belleza
en sus rodillas”.
Rimbaud

Situemos el decorado. Excitante. Un palazzo toscano exquisito de blanco y compacto mármol de Carrara. Su imagen se destaca, escenografía de teatro, pura y limpia como letra de imprenta, una escenografía destinada a provocar veneración y temor, un microcosmos que engendra asombro por su pulcra monumentalidad. Un museo inverosímil carenado de polvo, repleto de libros tan impecablemente dispuestos como una isla artificial en el mar de Tokio.
Ningún objeto de más, nadie puede habitar cómodamente este espacio desolado, todo dispuesto inhábilmente con el boato de las coronaciones imperiales, decorado con todos los útiles precisos para verse atrapado en una nube gris de novela histórica.
Las dimensiones, francamente excesivas, de la estatua sedente que flanquea la entrada principal impresionan a la visitante por sus manos plegadas y el gesto terrible. Sí, lo comprobaremos muy pronto, este ornamento pantocrático responde a una más de las manías con que arbola su aburrido retiro el propietario de la casa, el coleccionismo de piezas raras y libros inencontrables del mercado negro: postes funerarios de Kenia, estatuillas chinas de barro, fetiches y máscaras de Mali, esculturas de Nepal, tejidos de los Andes, joyas precolombinas, estatuas mortuorias de Madagascar, manuscritos que aún huelen a la biblioteca de donde fueron robados. Óleos, tallas, cerámicas, vasijas, cofres, monedas, joyas, ánforas, códices, sarcófagos, iconos, frisos, relicarios, cálices, muebles decorativos y demás obras, acumuladas.
En el recibidor, un óleo muestra media docena de pequeñas casas blancas en un valle repleto de árboles y vegetación, un cielo de verano tormentoso entre rosa y gris, y un camino marcado por una cerca en primer plano.
Cuánta belleza. Todo aquí es tan valioso como vulnerable; precisamente por eso ha llegado hasta aquí. Pero tras la fachada de las apariencias poderosas asoman un desorden mal disimulado que campa a sus anchas y el desgaste del tiempo, que lo deteriora todo muy poco a poco, pero sin pausa.

En el centro, un veladorcito de mármol y algunas sillas. Sobre el veladorcito, libros, periódicos y una caja abierta de tabacos. Y en una esquina, como un objeto más, se encuentra el orquestador de toda esta pantomima. Con paso tardo y vacilante hasta ocupar el centro de la escena, llega cada tarde a su casa, modegro, lampiño. Y antes de empaparse la biblioteca, desovillando los párrafos de cada uno de los ejemplares que atesora, con actitud pietista, hace sacar los gatos de la habitación porque le dan miedo. Este hombre es poderoso.

Observándolo, Nora piensa, para sí, en el modo en que se pasa de ser un lector a ser un guardián de lectura. Es una transformación, un resbalón al que todos somos proclives. ¿Y es éste el resultado? Pues sí, ahí está este anciano catedrático que contempla en silencio las filas paralelas que recorren su cálida biblioteca, presidida por una excelente reproducción de Los jugadores de cartas, de Cezanne el maestro. Se puede vislumbrar, entre destellos, la sonrisa satisfecha del viejo, que refulge como un rayo cada vez que se afana por prender la pipa que saborea con las llamaradas fugaces de los fósforos. Es un hombre enjuto y triste que observa los decorados de que se rodea mientras deja transcurrir su vida de rancio enamorado de Ava Gardner o Gene Tierney, jugadoras de naipes que compartían baraja con el misterio y con la muerte.

Pero ese mundo está muerto. Se huele. Estremece. Sólo le quedan de la vida, de lo grandioso de la existencia, las formas que delatan su propia debilidad: acumular, acumular. Y es que este supuesto amante de la lectura y el coleccionismo no es más que un hombre de actitudes superfluas, tras sus ropajes detalladamente elegidos, tras esa parsimonia estudiada que ostenta sin pasión, el corazón guarda como un reloj el lugar imborrable de la hora lánguida, quizás una muerte que ya aguarda con resignación.

Ahora Nora le observa como un gato al acecho. Cada gesto es analizado. El noble alcaide universitario, hoy ya tan jubilado como tembloroso, reposa ligeramente desmadejado en su butaca de lectura; el gastado terciopelo verde de la tapicería acaricia los brazos descubiertos y fláccidos, la ternura de coleccionista con que sujeta el lomo pulcramente abierto de un libro puede fácilmente trocarse en avaricia. Cuando se es aficionado a leer libros de esta especie, se dice ella, da miedo porque acaba siendo un deleznable ejercicio de clasificación entomológica.

Pasa un rato, pasan dos. Sentado y silencioso, este viejo esteta pasa lentamente la lengua por los labios. ¿Cuáles fueron las consecuencias de Las Cruzadas en la Edad Media? ¿A qué dios fue dedicado el Partenón? ¿Qué pintor impresionista escapó de la sociedad industrializada para establecerse en Tahití? ¿Qué preciso término italiano describe el uso de luces y sombras en el arte? Así, murmura Nora para sí, pierde el tiempo y quizá jamás descubrirá por medio de pequeños detalles que su forma de vida está al fin y al cabo condenada al fracaso, entre pensamientos embadurnados de dolor y soledad, que la labor literaria es la peor de las enfermedades.

Pero él no se rinde. Bebe un sorbo de vino blanco; espera que el paladar se impregne del sabor afrutado e incite las papilas de la imaginación, la excitación de una reflexión misteriosa le hizo perder el punto pero casi de inmediato reanuda la lectura. Nada más parece importarle. Ese es su gran secreto: cree poseer una capacidad innata de filtrarse sutilmente en la piel, en el secreto de cada uno de los autores y artistas de que se rodea, los verdaderos asistentes a su fiesta: un nuevo libro acaba de llegar, tras un largo y muy complicado viaje. Ya nunca saldrá de aquí. Y eso es todo por hoy.

Pero de pronto algo se rompe. Es el silencio. El servicio de un güisqui con hielo tintinea a su espalda y el dómine castellano descubre que no está solo. Un pudor repentino reviste de malaventuranzas e inconvenientes su atuendo veraniego: ¿quién ha invadido la intimidad de su morada para descubrirle descamisado y humildemente vespertino? La respuesta se entrega sin dilación en una magnífica oración copulativa que provoca en el vetusto visitado un acceso de tos de antología: “Disculpe caballero, soy Nora”, se descubre ella mientras emerge de su rincón. ¡Horror! Un espasmo desarticulado resume el desconcierto del catedrático y sus dolencias óseas se intensifican rítmicamente gracias al desorden inesperado de su postura. El reloj de la sala da la hora, jubiloso y oportuno, y en un aparte mental el abochornado decano logra asociar el repiqueteo con las siete en punto de la tarde. Áurea y fulgurante, Nora autentifica su identificación con una serie de rimas varias y formaliza su asedio con la francachela de su delicada mano tendida en el silencio. Sus cinco minutos de gloria acaba de empezar.

Para entonces el casi octogenario humanista ha tenido tiempo de adecuar su rostro y se incorpora del blando asiento para cumplir educada y elegantemente con la visita inesperada. La primera impresión de desconcierto va desvaneciéndose en pos de una malentendida educación y ambos se contemplan en un coro de carraspeos que anuncia la conversación que se avecina.

—¡Ah! Siento haberme presentado así en su casa, sin anunciarme; …no es mi costumbre, se lo aseguro, le ruego disculpe mi entrada tan… en mi actual situación no me es posible actuar de otro modo y…
—Descuide, estaba tan inmerso en la lectura que… bueno, en fin… Dígame, … ¿cómo ha entrado? ¿qué se le ofrece?

El fingidamente despreocupado recibimiento con que nuestro jubilado mentor disfraza sus recelos anima la conversación y permite a su visita la entrega relajada de una serie de justificaciones adecuadas con esmero a las circunstancias. Distinguido y emérito, tras una cansina introducción retórica el anciano es informado de un error vetusto como su carrera, una mala crítica casi juvenil, una exacerbada decisión descollada en el pasado remoto de sus primeros pinitos filológicos. Y, entrelazado con bastos pespuntes en el discurso del crítico, un continuo de acre rencor, empalagoso, hace rodar lentamente las palabras sobre el bochorno de la tarde julia. ¡Qué contrariedad! Nora resulta ser otra poeta que morirá irremediablemente en el olvido debido a la opinión que sobre su trabajo vertió este insigne solitario… Reposada, la rimadora sin fama explica que hoy ha venido, justamente hoy, a esta casa inmaculada para entregarle la espinita innoble de todas sus penas, las desventuradas y perjudiciales vicisitudes por las que desde aquel malhadado día navegó su existencia, el descrédito que triunfalmente le entregó perdido entre las líneas de aquel artículo de dos páginas y media a todo color. Aquel artículo de dos páginas y media a todo color que…

—Soy muy frágil. Un día caminaba por la playa y no dejé huellas. Digamos que nunca he estado en el mundo con suficiente peso. Buena chica, demasiado. Una familia que evocar, describir, amar, en ocasiones también detestar. De niña me sentía como un deshollinador o un limpiador de alcantarillas, demasiado sucia para salir a la luz. No obstante, poseo una arrogancia extraña, contradictoria: le miro las canas a la gente antes de hablar, midiendo su muerte y la mía con una exactitud que me azora…

Algo desmemoriado, el vejete recupera —a medida que ella va hablando— nombres, títulos de libros desechados. Y, en su decrépito y momentáneo abocamiento al pasado, siente un vértigo de rebusca caótica; súbitamente logra localizar, dudando entre otros cientos y cientos, este rostro dulzón y fláccido que le observa tembloroso a través de unas gafas tan cargadas de dioptrías que resultan prácticamente opacas.

Sí, sin duda se trata de Nora Smith —se dice él con la precaución de hacerlo sólo para sus adentros— la cursi desafortunada que perseguía los laureles con endecasílabos mal casados; el añoso catedrático observa temeroso el vaso de alcohol que su desgarbada interlocutora no ha cesado de empinar y que tintinea sin gracia debido a un soberbio tic nervioso. Para ella, la bebida es mejor que el viento fresco en septiembre. Le estaba dando, sencillamente, sentido y valor a las cosas y…

—Usted enterró mi primer libro de poemas en una retorcida sarta de improperios que me desacreditó hasta niveles ignominiosos. Los editores me apartaron como a una apestada. El aire gris de la mediocridad no deja respirar a gusto… Por este sendero estrecho se han encaminado sin remedio mis días y floto en una charca estanca cuyas aguas nauseabundas me pudren. Desde entonces le he buscado, no imagina usted cuánto, pero siempre estaba tan rodeado de doctorandos preparando sus oportunistas tesis… y esos insípidos amigos literarios de tres al cuarto… Para mi fortuna, desde hace unos meses, un año ya, no viene nadie y me he decidido a visitarle para probar el mensaje de esperanza que lanzan sobre el angustiado los cabalistas: inscrito en mi mal está también un bien oculto, una profunda verdad que me espera pacientemente.

Miró el reloj: ya era la hora. Hizo cuentas y trampas pero nada, no había más que esperar. Se colocó frente a una ventana por la que se veían sin prisa algunas nubes deslavazadas. El sol, algo solo, magullado, se esforzaba por ponerse mientras el viento soplaba con fuerza, formando lentos remolinos de aire sobre las aceras, acostumbradas al paso diario de cientos y cientos de personas que, como cualquier otro ser vivo, libran una batalla anónima y cotidiana por la supervivencia. Nubes y claros, luces y sombras; la vida misma. Así, situada de espaldas al cesante monologuista, con la cara muy cerca del cristal y la mirada anclada en algún punto tras la ventana o tras sus propios pensamientos, oyó a lo lejos cómo él esgrimía las explicaciones que durante tanto tiempo había anhelado: “Hace más de veinticinco años, como quien dice un cuarto de siglo, fui crítico literario en diferentes diarios y revistas, lo reconozco. En mi descargo diré que aquello no duró mucho, pero sí lo suficiente para hacer cosas que querría haber olvidado y para exponer otras que desearía olvidaran en su día los demás…”

Nora se dio la vuelta. Aunque a veces no se aprecia nada en la superficie de los instantes, por debajo está todo ardiendo. Lo confirma su contorno tibiamente pleno, expectante. Un azorado remolino de glóbulos rojos acude atropelladamente al rostro del anciano catedrático e interrumpe su perorata. A una señal de ella, el miedo le tensa el rostro desovillándole las arrugadas mejillas en una mueca descompuesta; “se trata de una loca obsesiva y peligrosa, —piensa mientras pierde el resuello— ¡socorro!” .

Más mísero que las piedras, triste a más no poder, este hombre escuálido atril de sí mismo hubiera querido aniquilarse para evitar el final que se avecinaba, las palabras de ella, sus razones y argumentos. Pero no fue necesario. Son apenas las ocho y la visitante ya se encuentra de nuevo en la calle; quizá escriba algo esta vez, de camino a casa, quizás ahora… Triunfal, entra en un trasnochado automóvil y desde el frío e inconfortable asiento lanza una última mirada vidriosa a la ventana de la sala de estar que acaba de abandonar. Las casas que divisa desde allí son enormes construcciones naranjas, ocres, rojas y azules, mil veces más vivas que cualquiera de los cuadros que acaba de contemplar. Si el paraíso existe, no debe ser muy diferente a esto, se dice Nora.

Calmosa y remolona, como casi siempre, la realidad ha tardado un poco más de la cuenta en mostrarse en todo su esplendor, pero ya el retintín de un estribillo injurioso increpa ahora y trastorna a esta pobre mujer sin aptitudes sentada al volante de un destino sin obras. Sin poder imaginarse de otra manera o en otro lugar, haciendo lo suyo con desinterés y eficacia, su existencia se obscurece súbitamente bajo esta reflexión como un negativo sobrexpuesto. Entonces, con las manos sobre el volante y la tristeza a flor de piel, quiso alejarse y no volver a recordar nada de todo aquello, pero aún un pensamiento doloroso más arremete contra su frágil y efímero instante de honor: escribir continuará siendo para ella un acto inabarcable y enfrentarse al crítico acérrimo no ha servido para exorcizar el aura de incompetencia que reviste todas y cada una de sus páginas en blanco. ¡Qué doloroso resulta cargar tanta pasión sin alas! Y la cicatriz de haber deseado alguna vez ser algo más allá de su mediocridad nunca es segura, puede volver a abrirse en cualquier momento, de poco sirve ser valiente a ratos… Es una grieta, pensar, que nos amenaza a cada paso con un abismo que no esperábamos, un impulso que obliga a todo patito feo a trabajar incesantemente en su interminable metamorfosis, que agota, para todo y para nada. Quizá un día podrá llevar una existencia de cisne, bella aunque frágil, se repite, suficiente para pensar en su pasado como algo soportable e incluso pertinente. Quizás.

De todo lo que hizo Nora en aquella casa, lo que menos importa es la resolución, el juego de escribir seguirá siendo de riesgos elevados haya o no haya crítico al que echar la culpa densa bruma que transpira, un mundo tan claro como real: la insoportable luminosidad de las páginas en blanco. Y es que la pasión por perdurar es una complicación inmensa que cada uno trata de resolver a su manera, aunque sea a veces como patín abandonado en el hielo, trastornado por el buen tiempo. Y Nora llegó a casa. Miró su biblioteca, también abarrotada, y como tantas otras veces su cabeza volvió a quedar en un incómodo silencio suficiente para que el estruendo de las lomos de los libros cuidadosamente alineados le trajera de nuevo la risa acusadora del crítico que llevaba dentro y del que le seria mucho más difícil desprenderse: inconfundible.

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