Leemos en “Memorias de Antinoo”, de Daniel E Herrendorf, que los pocos datos auténticos acerca de su vida se mezclaron con leyendas ya en la Antigüedad. La fascinación que desde entonces hasta hoy ha ejercido este efebo se basa, fundamentalmente, en su relación con el emperador de Roma, Adriano, y en las numerosas obras de arte que fueron creadas en memoria del joven por orden imperial. Sobre su vida han quedado referencias de algunos biógrafos de la época, como Páncrates de Alejandría, que cuentan cómo este joven de gran belleza fascinó a Adriano quien, pese a estar casado, se trastornó en cuerpo y alma por el joven, al que convirtió en su favorito. Una pasión que se volvió enfermiza y que no se detuvo ni el día en que el muchacho se suicidó a orillas del Nilo para asegurar así, supersticiosamente, una larga vida a su emperador. Adriano mandó fabricar miles de estatuas con su efigie para recordarle, le puso su nombre a una ciudad y le declaró dios, para que los súbditos le adoraran como él.