La Monja Alférez, de actitud viril, pronto colgó los hábitos y huyó de la tranquilidad de su convento para convertirse en soldado de espada. Se vistió como un hombre y se comportó como tal, y de esta forma realizó muchísimos viajes hasta que llega a las Indias, donde participó en las batallas de la conquista. Su carácter luchador, valiente y su audacia con la espada le dieron una enorme fama, por lo que le fue concedido el título de Alférez. Catalina, siempre metida en peleas y como soldado que era no perdía oportunidad para coquetear con mujeres. En una ocasión actuó como padrino de un amigo durante el duelo de éste con otro. Su amigo resultó gravemente herido, Catalina decide intervenir dándole muerte a su rival, lo que la llevó a ser detenida. Fue entonces cuando se vio obligada a confesar: decide pedir clemencia al obispo Agustín de Carvajal, a quien revela su verdadero sexo. Escandalizado por la historia, ordenó a un grupo de matronas que la examinasen para comprobar que verdaderamente se trataba de una mujer, que por cierto permanecía aún virgen. Su caso llegó hasta la corte y Felipe IV la recibió con grandes honores, la bautizó como la Monja Alférez y la autorizó para que siguiese utilizando nombre de varón. Más tarde viajó a Roma, donde el Papa Urbano VIII le concedió el permiso de vestir como hombre indefinidamente.

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