Las conversaciones literarias de Formentor, dedicadas a los fantasmas, han dejado un poso de emociones sobrenaturales

Jacinto Antón
Barcelona 20 SEP 2016 – 17:25 CEST

Hasta la arribada al hotel de Formentor mi única experiencia con fantasmas había sido la terrorífica noche que pasé en el castillo del conde Almásy, Burg Bernstein, en la frontera entre Austria y Hungría. Tres espectros se aparecen allí: la Dama Blanca, el Caballero Rojo Emparedado (que no significa que coma un bocadillo) y el propio explorador y aviador inmortalizado (de otra manera) en el cine como el personaje de El paciente inglés. En realidad, en el catálogo sobrenatural oficial del castillo solo figuraban hasta mi llegada los dos primeros, pero mi iniciativa de, amparado en la oscuridad nocturna, apropiarme de la chaqueta de vuelo y las antiparras del conde, a la sazón en exhibición en su estudio, y pasearme por los pasillos ataviado de tal guisa y gimiendo con voz de ultratumba “Katherine, Katherine” como un Heathcliff piloto de aeroplano, ha dado alas (¡) a la creencia en el tercer fantasma. Qué bonito es dejar huella. Aquella noche llegué a infundirme a mí mismo tanto miedo que a punto estuve de acabar debajo de la cama –jamás encima, uno es un caballero- de una famosa editora que dormía en la habitación contigua y, muy imprudentemente, no había atrancado la puerta.

Formentor, devenido Canterville o la casa Belasco con su multitudinario encuentro de escritores el pasado fin de semana convocados por el conde Basilio para hablar de espíritus, fantasmas y almas en pena, ha resultado una sobredosis de emociones preternaturales. Y no me estoy refiriendo (solo) a la aparición de media langosta por comensal en una de las cenas, o a la inmortal voltereta en los jardines de la pizpireta Roser Amills -capaz de rimar Yeats con pits-, que no cayó en la cuenta de que llevaba falda, sino a la avalancha de historias fantasmales que hemos podido coleccionar en dos días. Las conferencias, que cada participante (una larga nómina de autores) dedicaba a una obra literaria del género, se circunscribían a una sala, denominada Orfeo (precisamente) y adornada con inquietantes fotos antiguas del hotel y sus desvanecidos clientes (puro otro hotel: el Overlook de El resplandor), pero la atmósfera flotaba como una niebla transilvana fuera de ese espacio, hasta enseñorearse del edificio entero, los jardines e incluso la costa, desde la que uno creía avizorar al Holandés Errante y el Mary Celeste. Paseando en las horas muertas, te sentías en un cuento de M. R. James, Mrs. Gaskell o Arthur Machen (o todo a la vez si te topabas con Francisco Jarauta). Recuerdo el sobresalto cuando, sentado al pie de una estatua, apareció de repente una atractiva mujer envuelta en un resplandor blanco: era Valerie Miles en albornoz que regresaba de la piscina.

Mercedes Abad dejó una de las frases de los encuentros: “Si tienes un icono literario, mejor no conocerlo”. Es verdad, sobre todo si trata de colársete durante el cóctel en la mesa del jamón, y no diré nombres. Antón Castro, una de las almas (en este caso más festiva que penada) de la reunión, cantó y conjuró, por medio de Cunqueiro, una diligencia llena de espectros; el adusto Ignacio Vidal-Folch, al superviviente de un destacamento maldito de jinetes austrohúngaros (le habría encantado a Almásy). Uno de los actos más fantasmagóricos fue la invocación de Rafael Argullol, que no asistió en persona, pero del que Victoria Cirlot, mujer llena de misterio y no solo medieval, leyó una maravillosa reivindicación del Fausto de Goethe. Frederic Amat evocó el día que llevó a Juan Goytisolo a Viladrau para que se asomara a la ventana desde la que, de niño, vio por última vez a su madre, fallecida en el bombardeo fascista de Barcelona. “Un fantasma es alguien siempre a punto de ser olvidado”, dejó caer en su charla Pablo Raphael. Cristina Fernández Cubas describió escenas de Manuscrito encontrado en Zaragoza como una suerte de Abierto hasta el amanecer y propuso que la tetera de la que extrajo la plata Jan Potocki para fabricar la bala con que se mató era en realidad la lámpara de Aladino. Francisco Ferrer Lerín, poeta y ornitólogo (y antaño mi vecino), nos aterrorizó a todos con sus experiencias góticas con plañideras, mujeres latrantes (poseídas que ladran), y el hallazgo de un grimorio en Jaca.

David Rieff, hijo de Susan Sontag, dejó otra de las frases a recordar: “El amor es la variedad más peligrosa de fantasma”. Aunque definitivamente nadie que lo oyera olvidará el comentario que despertó el gran Roberto Calasso –avezado conocedor de los ritos védicos y tántricos- desplazándose galante durante el desayuno, todo figura, sabiduría y yogur: “Quien tuvo retuvo”.

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