Viene el poema y es como una impetuosa
y espesa cabellera de tinta…
G. CELAYA

Supongamos a la naturaleza
en su origen
más cómplice que bellaca;
en semejante orden pasajero
(nada más que un vacío de niños)
las grupas sublimes
de todas las plegadas aceras.
Entonces, y sólo entonces,
nos corresponderá sin duda hablar de todo
aquello que no hemos visto

 y guardar algunos granos de arena
en el vientre de las preguntas
(para que parezca que todavía no es tan tarde
y que tenemos mares de penas).
Sí, ciertamente, un iterativo suponer de cantinela,
un manuscrito sin prisas en una calle cualquiera,
puede que tras pausas indebidas,
quizás al borde de alguna entrega.

I, LOS CAFÉS

Hoy es posible empezarlo todo:
mi deseo de amor delimita el mundo.
Abro
una a una las páginas
de este día malvestido
y encharco con ellas mis pasiones sin alas,
riego murmullos de quejas y horas,
cavo el chasquido de unas imprevistas piernas
abiertas,
esa forma inabarcablemente propia de superar los días.
Sí, me obligo, de improviso,
a caminar una tarde nómada de latidos
llanos tras la angustia
y voy contando tu edad desconocida
entre tantos pies que pasan.
A tu paso, una compresión pulmonar,
una sed mal venida,
la inmensidad loca
de tu autonomía
y yo que quisiera volando escapar de las raíces
de las siete:
temible y esclarecida
tu espalda sudorosa me detiene.
Sé que aún no me piensas,
pero ya nos sentimos un poco.

 

 Un día poco a poco doliente
sentada en un gran café,
entre sillas prometidas
y urbanas esperas sin sed,
(el café no ha cambiado, no se ha movido siquiera)
indolente y serena,
aferrada a un fino libro de horas y canas
hueras, sin actividades marchita
esperaba mi dama.
-Públicamente afligida,
ansiosa de dudas y almas,
la desdichada luz de la puesta
se alzaba de tarde inventada-.
Reconozcamos que la mejor solución, en estos casos,
consiste en entregarse lentamente
a la desesperación del náufrago:
observar el salitre de las olas
y correr el riesgo de que algún intruso
nos quiera salvar la vida.

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