Detenerse y luego volver a ponerse en marcha es, por supuesto, lo que hacen todos los escritores. Es lo que hace cualquiera de nosotros: termina esto, hace una pausa, vuelve a aquello. Con el tiempo, esta repetición constituye uno de esos marcadores que nos llevan a decir que somos esto y no aquello: jefe del servicio médico de urgencias, abogado, ladrón de coches, violonchelista o novelista.

En mayor medida que a la mayoría de mis colegas escritores, este ritual -interrumpir para recomenzar- siempre me ha parecido un postulado estético, y posiblemente incluso moral. Sin embargo, muchos de mis conocidos no pueden esperar para reiniciar la escritura, como si la naturaleza también aborreciera una pluma sin movimiento útil.

Un amigo (hasta que le solté un ladrido) me llamaba regularmente más o menos a la hora del aperitivo simplemente para preguntarme: «¿Has escrito hoy?» Otros parecen otear ansiosamente el horizonte desde las profundidades interiores de lo que estén haciendo en ese momento, con la intención, supongo, de vislumbrar por un instante algo en lo que poder sumergirse a continuación. Para ellos, la detención que precede al comienzo, el intervalo, es, en el mejor de los casos, un parpadeo innecesario en una vida dedicada a mirar constantemente. En el peor de los casos, da lugar a la preocupación o incluso el temor.

«No estoy escribiendo», me dijo recientemente un intimo amigo en Montana. «Es muy deprimente. No hago más que dar vueltas por la casa sin saber qué hacer. El mundo parece tan monótono…»

«Ponte a ver la televisión», le aconsejé. «A mí siempre me da buen resultado. Me olvido por completo de escribir en cuanto llega el Sports Center.»

Y lo pienso de verdad. En estos treinta años me he puesto como objetivo estricto dejarme largos períodos sin escribir, tanto que mi vida de escritor parece tener más de no escritura que de escritura, lo que apruebo calurosamente.

Reconozco que en este tiempo sólo he escrito siete libros, y que en torno a esos siete no ha habido precisamente un clamor unánime de elogios. Indudablemente, habrá sabihondos que sostengan que de haber escrito más, de haber sido más pertinaz, de haberme esforzado más y haber hecho menos pausas, habría sido mejor escritor.

Pero nunca imaginé que estaba en este oficio para batir récords de velocidad de escritura, ni para acumular grandes cifras (salvo, en eso sí confié, en lo que se refiere al número de lectores). En todo caso, si hubiera escrito más y hubiera hecho menos pausas, no sólo me habría vuelto completamente loco, sino que casi con seguridad habría demostrado ser peor narrador de lo que soy. Sea como fuere, lo que hago es asunto mío y, al fin y al cabo, hay cosas sobre nosotros que nadie conoce mejor que nosotros mismos.

La mayor parte de los escritores escribe demasiado.

Algunos escriben verdaderamente en exceso a juzgar por la calidad de su obra acumulada. Nunca me he considerado un hombre destinado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me puede persuadir de que haga otra cosa, o cuando me asalta una sensación desagradablemente pegajosa de inutilidad, no sé qué hacer y tengo tiempo libre, como cuando termina la Liga de Béisbol.

Diría que sólo en este estado de reposo galvánico estoy preparado para abordar los grandes temas que la gran literatura requiere: las afinidades entre la felicidad y la desgracia, etc.

Llámese a esto, si se quiere, mi versión de la inspiración, aunque es casi seguro que mi confianza en este protocolo me lleva incluso a escribir demasiado. Es difícil escribir justo lo suficiente.

Comparte y comenta esta entrada: