A Picasso le divertía mostrar los velludos brazos de Josep Palau i Fabre, como contó este mismo en una Contra de la vanguardia, a las mujeres que se acercaban a su estudio. Palau i Fabre aprovechó su pelambrera, con éxito, tanto en el cine como en su vida sexual. La actriz estadounidense Leele Sobieski (1983) colecciona mechones de cabello de todos los actores con los que ha trabajado, aunque Tom Cruise se negó a darle uno cuando trabajaron juntos. En nuestro país, en Madrid, fue famoso en los años 70 un hombre que cortó mechones de pelo a más de trescientas mujeres, sin pedir permiso, en el metro. Pero la cuita más elaborada la que cuenta Casanova en “Historia de mi vida”:

“Un día en que su doncella le cortaba a la señora F. las puntas de sus largos cabellos en mi presencia, me distraía recogiendo los pequeños y bonitos mechones y los iba colocando sobre el tocador, excepto un mechoncito que me metí en el bolsillo, pensando que no se daría cuenta. Pero, en cuanto estuvimos solos, me dijo con dulzura pero un poco seria que le devolviese aquel rizo que había recogido. Me pareció que me trataba con un rigor tan cruel como injusto, pero obedecí y con aire desdeñoso arrojé el rizo sobre el tocador. — Caballero, estáis faltándome. — No, señora. No os costaba nada fingir que no advertíais este inocente robo. — No me gusta fingir. — ¿Tanto os molesta un robo tan pueril? — No es eso. Pero ese robo demuestra unos sentimientos hacia mí que a vos, que sois hombre de confianza de mi marido, no os está permitido alimentar. Me encerré en mi cuarto, me desvestí y me eché en la cama. Me fingí enfermo. Por la tarde fue a verme y me dejó un paquetito al darme la mano. Cuando lo abrí, a solas, descubrí que había querido reparar su avaricia regalándome unos mechones larguísimos. Con ellos me hice un cordón muy fino, en uno de cuyos extremos hice poner un lazo negro, para poder estrangularme si alguna vez el amor me llevaba a la desesperación. El resto lo corté con unas tijeras, lo reduje a un polvo muy fino y le encargué a un confitero que en mi presencia lo mezclase con una pasta de ámbar, azúcar, vainilla, cabello de ángel, alquermes y estoraque. Aguardé a que las grageas estuvieran dispuestas antes de irme. Las guardé en una preciosa bombonera de cristal de roca, y cuando la señora F. me preguntó su composición le dije que tenían algo que me obligaba a amarla”.

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